martes, 26 de abril de 2016

LECTURA DEL QUIJOTE EN LA NATURALEZA






Lola Rata y María José Llorente (Foto: Víctor Cuello)



Arévalo, 24 de abril de 2016
IV Centenario de la Muerte de Miguel de Cervantes.
        


       

     La inmortal obra de Miguel de Cervantes, fuente inagotable de conocimiento y deleite, recorre la llanura morañega en la conmemoración del IV Centenario de la muerte del más excelso autor en lengua castellana.
        
         De la mano de  “Galérida Ornitólogos”, la Asociación de senderismo “Los pinares de Arévalo” y “La Alhóndiga”, Asociación de Cultura y Patrimonio-, “El Quijote” se reencuentra con las gentes, entornos y costumbres, que hace cuatro siglos glosaron algunas de las hazañas del caballero andante.
        
         Arévalo, desde el armonioso enclave de sus siete torres, su legado histórico y el magnífico patrimonio mudéjar, nos invita a disfrutar de una de las múltiples lecturas que presenta la obra cervantina.
         
         La armoniosa quietud que se respira entre el Adaja y el Arevalillo, quiere acercarnos desde estos magníficos pasadizos a los entrañables misterios de una novela que, como el mismo agua, discurre amena por las arterias de la historia.

         Que la palabra abierta, libre y generosa, sea el mejor homenaje al escritor y su obra, a sus personajes y a cuantos lectores se hacen cómplices cada vez que se acercan a beber en tan fresca como fértil fuente de sabiduría.
Javier Sánchez y Luis Martín (Foto: Víctor Cuello)        
  
SANCHO.- Vos, mi señor, me habéis traído a este lugar que llaman Arévalo sin yo conocer de la misa la media de cuanto ha de acontecer en esta tarde de abril, la misma en que el propio que nos dio la vida entregó la suya al Sumo Hacedor.

DON QUIJOTE.- Ha ya cuatrocientos años que salí de mi casa, otros tantos de aquella nuestra aventura de los molinos y la otra de los cueros de vino tinto, de la figuración en mi señora Dulcinea y de aquella de la ínsula que de tu mano tan buen gobierno dispuso. Aquí, amigo Sancho, debemos honra y grandeza a quien libró la mano que sostuvo la inmortal pluma que diese nuestros nombres a la eternidad.

SANCHO.- Juan Gil, el fraile trinitario.

DON QUIJOTE.- El mismo que recorrió esta ribera, que se meció al mismo viento que hoy nos acaricia, el que oyó el mismo canto del mirlo y el sonajero plateado de los chopos; el mismo que bebió esta misma agua donde miran su figura búhos y milanos, azores y cárabos. Recuerda, amigo Sancho, cuando ya en la postrimería de nuestras gestas me invitaste…

SANCHO.- Y bien que lo recuerdo. Así decía: no se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire, no sea perezoso, sino levántese desa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado.
  
Fabio López, Emilio de Tomás y Merche Jimeno (Foto: Víctor Cuello) 

VOZ.-
Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera don Quijote
cuando de su aldea vino:
doncellas curaban dél;
princesas, del su rocino.

DON QUIJOTE.- Válame Dios, Sancho; esas voces son las mismas que oyeron los siglos. Ahí viene, pluma en ristre, quien nos dio la vida para que la vida de tantos de más paz y gloria gozase. Escucha, amigo.

CERVANTES.- En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino.        
         Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza.
Detalle de la velada literaria en su primera parte junto al camino del molino (Foto: Pedro del Río)

DON QUIJOTE.- Y aún recuerdo cuando nos llevaron a aquella montería “con tanto aparato de monteros y cazadores como pudiera llevar un rey coronado”. Me dieron un vestido de monte que no quise ponerme pues “otro día había de volver al duro ejercicio de las armas y no podía llevar conmigo ropas ni reposterías.

SANCHO.- El mío era verde, de finísimo paño. Lo tomé, pero “con intención de venderle en la primera ocasión que pudiese”.      

CERVANTES.-  Llegado, pues, el esperado día, armóse don Quijote, vistióse Sancho, y encima de su rucio, que no le quiso dejar aunque le daban un caballo, se metió entre la tropa de los monteros. La duquesa salió bizarramente aderezada, y don Quijote, de puro cortés y comedido, tomó la rienda de su palafrén, aunque el duque no quería consentirlo, y, finalmente, llegaron a un bosque que entre dos altísimas montañas estaba, donde tomados los puestos, paranzas y veredas, y repartida la gente por diferentes puestos, se comenzó la caza con grande estruendo, grita y vocería, de manera que unos a otros no podían oírse, así por el ladrido de los perros como por el son de las bocinas.        
Luis Martín (Foto: Víctor Cuello)

         Apeóse la duquesa, y, con un agudo venablo en las manos, se puso en un puesto por donde ella sabía que solían venir algunos jabalíes. Apeóse asimismo el duque, y don Quijote, y pusiéronse a sus lados; Sancho se puso detrás de todos, sin apearse del rucio, a quien no osara desamparar, porque no le sucediese algún desmán. Y apenas habían sentado el pie y puesto en ala con otros muchos criados suyos, cuando, acosado de los perros y seguido de los cazadores, vieron que hacia ellos venía un desmesurado jabalí, crujiendo dientes y colmillos y arrojando espuma por la boca; y en viéndole, embrazando su escudo y puesta mano a su espada, se adelantó a recebirle don Quijote. Lo mesmo hizo el duque con su venablo, pero a todos se adelantara la duquesa, si el duque no se lo estorbara. Solo Sancho, en viendo al valiente animal, desamparó al rucio y dio a correr cuanto pudo, y procurando subirse sobre una alta encina, no fue posible, antes estando ya a la mitad della, asido de una rama, pugnando por subir a la cima, fue tan corto de ventura y tan desgraciado, que se desgajó la rama, y al venir al suelo, se quedó en el aire, asido de un gancho de la encina, sin poder llegar al suelo. Y viéndose así, y que el sayo verde se le rasgaba, y pareciéndole que si aquel fiero animal allí allegaba le podía alcanzar, comenzó a dar tantos gritos y a pedir socorro con tanto ahínco, que todos los que le oían y no le veían creyeron que estaba entre los dientes de alguna fiera. 
         Finalmente, el colmilludo jabalí quedó atravesado de las cuchillas de muchos venablos que se le pusieron delante; y volviendo la cabeza don Quijote a los gritos de Sancho, que ya por ellos le había conocido, viole pendiente de la encina y la cabeza abajo, y al rucio junto a él, que no le desamparó en su calamidad, y dice Cide Hamete que pocas veces vio a Sancho Panza sin ver al rucio, ni al rucio sin ver a Sancho: tal era la amistad y buena fe que entre los dos se guardaban.
         Llegó don Quijote y descolgó a Sancho, el cual viéndose libre y en el suelo miró lo desgarrado del sayo de monte, y pesóle en el alma, que pensó que tenía en el vestido un mayorazgo. En esto atravesaron al jabalí poderoso sobre una acémila, y, cubriéndole con matas de romero y con ramas de mirto, le llevaron, como en señal de vitoriosos despojos, a unas grandes tiendas de campaña que en la mitad del bosque estaban puestas, donde hallaron las mesas en orden y la comida aderezada, tan sumptuosa y grande, que se echaba bien de ver en ella la grandeza y magnificencia de quien la daba. Sancho, mostrando las llagas a la duquesa de su roto vestido, dijo:
Fabio López y Emilio de Tomás (Foto Víctor Cuello)

SANCHO.- Si esta caza fuera de liebres o de pajarillos, seguro estuviera mi sayo de verse en este estremo. Yo no sé qué gusto se recibe de esperar a un animal que, si os alcanza con un colmillo, os puede quitar la vida. Yo me acuerdo haber oído cantar un romance antiguo que dice:
De los osos seas comido como Favila el nombrado.

DON QUIJOTE.- Ese fue un rey godo que yendo a caza de montería le comió un oso.
SANCHO.- Eso es lo que yo digo , que no querría yo que los príncipes y los reyes se pusiesen en semejantes peligros, a trueco de un gusto que parece que no le había de ser, pues consiste en matar a un animal que no ha cometido delito alguno.

DUQUE.-Antes os engañáis, Sancho, porque el ejercicio de la caza de monte es el más conveniente y necesario para los reyes y príncipes que otro alguno. La caza es una imagen de la guerra: hay en ella estratagemas, astucias, insidias, para vencer a su salvo al enemigo; padécense en ella fríos grandísimos y calores intolerables; menoscábase el ocio y el sueño, corrobóranse las fuerzas, agilítanse los miembros del que la usa, y, en resolución, es ejercicio que se puede hacer sin perjuicio de nadie y con gusto de muchos; y lo mejor que él tiene es que no es para todos, como lo es el de los otros géneros de caza, excepto el de la volatería, que también es solo para reyes y grandes señores. Así que, ¡oh Sancho!, mudad de opinión, y cuando seáis gobernador, ocupaos en la caza y veréis como os vale un pan por ciento.

SANCHO.- Eso no: el buen gobernador, la pierna quebrada, y en casa. ¡Bueno sería que viniesen los negociantes a buscarle fatigados, y él estuviese en el monte holgándose! ¡Así enhoramala andaría el gobierno! Mía fe, señor, la caza y los pasatiempos más han de ser para los holgazanes que para los gobernadores. En lo que yo pienso entretenerme es en jugar al triunfo envidado las pascuas, y a los bolos los domingos y fiestas, que esas cazas ni cazos no dicen con mi condición ni hacen con mi conciencia.


CERVANTES.- Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada, o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben; aunque, por conjeturas verosímiles, se deja entender que se llamaba Quejana.        
         Pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad. 
         Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso, que eran los más del año, se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda. Y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en que leer, y así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos, ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito:
Segundo Bragado (foto Víctor Cuello)

DON QUIJOTE.- La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura.

CERVANTES.- Y también cuando leía:

DON QUIJOTE.- ...los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza.
Lucía Gayo (Foto: Víctor Cuello)
        
CERVANTES.- Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para sólo ello.
Fue otra ocasión aquella de los batanes, y que por hallarnos junto a este molino que llaman de Valencia y algunos “Molino quemado”, bien puede servir a lo que venimos narrando.

SANCHO.-No es posible, señor mío, sino que estas yerbas dan testimonio de que por aquí cerca debe de estar alguna fuente o arroyo que estas yerbas humedece, y, así, será bien que vamos un poco más adelante, que ya toparemos donde podamos mitigar esta terrible sed que nos fatiga, que sin duda causa mayor pena que la hambre.

CERVANTES.- Comenzaron a caminar por el prado arriba a tiento, porque la escuridad de la noche no les dejaba ver cosa alguna; mas no hubieron andado docientos pasos, cuando llegó a sus oídos un grande ruido de agua, como que de algunos grandes y levantados riscos se despeñaba. Alegróles el ruido en gran manera, y, parándose a escuchar hacia qué parte sonaba, oyeron a deshora otro estruendo que les aguó el contento del agua, especialmente a Sancho, que naturalmente era medroso y de poco ánimo. Digo que oyeron que daban unos golpes a compás, con un cierto crujir de hierros y cadenas, que, acompañados del furioso estruendo del agua, que pusieran pavor a cualquier otro corazón que no fuera el de don Quijote.
Era la noche, como se ha dicho, escura, y ellos acertaron a entrar entre unos árboles altos, cuyas hojas, movidas del blando viento, hacían un temeroso y manso ruido, de manera que la soledad, el sitio, la escuridad, el ruido del agua con el susurro de las hojas, todo causaba horror y espanto, y más cuando vieron que ni los golpes cesaban ni el viento dormía ni la mañana llegaba, añadiéndose a todo esto el ignorar el lugar donde se hallaban. Pero don Quijote, acompañado de su intrépido corazón, saltó sobre Rocinante y, embrazando su rodela, terció su lanzón y dijo: 
Segunda parte de la lectura junto al molino de Valencia (Foto: Pedro del Río)

DON QUIJOTE.- Sancho amigo, has de saber que yo nací por querer del cielo en esta nuestra edad de hierro para resucitar en ella la de oro, o la dorada, como suele llamarse. Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos. Bien notas, escudero fiel y legal, las tinieblas desta noche, su estraño silencio, el sordo y confuso estruendo destos árboles, el temeroso ruido de aquella agua en cuya busca venimos, que parece que se despeña y derrumba desde los altos montes de la Luna, y aquel incesable golpear que nos hiere y lastima los oídos.

CERVANTES.- Cuando Sancho oyó las palabras de su amo, comenzó a llorar con la mayor ternura del mundo y a decille:

SANCHO.- Señor, yo no sé por qué quiere vuestra merced acometer esta tan temerosa aventura. Ahora es de noche, aquí no nos vee nadie: bien podemos torcer el camino y desviarnos del peligro, aunque no bebamos en tres días; y pues no hay quien nos vea, menos habrá quien nos note de cobardes, cuanto más que yo he oído predicar al cura de nuestro lugar, que vuestra merced bien conoce, que quien busca el peligro perece en él. Y ya que del todo no quiera vuestra merced desistir de acometer este fecho, dilátelo a lo menos hasta la mañana, que, a lo que a mí me muestra la ciencia que aprendí cuando era pastor, no debe de haber desde aquí al alba tres horas.

DON QUIJOTE.- Falte lo que faltare que no se ha de decir por mí ahora ni en ningún tiempo que lágrimas y ruegos me apartaron de hacer lo que debía a estilo de caballero.

CERVANTES.-Viendo, pues, Sancho la última resolución de su amo y cuán poco valían con él sus lágrimas, ató con el cabestro de su asno ambos pies a Rocinante, de manera que cuando don Quijote se quiso partir no pudo, porque el caballo no se podía mover sino a saltos.

SANCHO.- Ea, señor, que el cielo, conmovido de mis lágrimas y plegarias, ha ordenado que no se pueda mover Rocinante; y si vos queréis porfiar y espolear y dalle, será enojar a la fortuna y dar coces, como dicen, contra el aguijón.

DON QUIJOTE.- Pues así es, Sancho, que Rocinante no puede moverse, yo soy contento de esperar a que ría el alba, aunque yo llore lo que ella tardare en venir.

SANCHO.- No hay que llorar; que yo entretendré a vuestra merced contando cuentos desde aquí al día, si ya no es que se quiere apear y echarse a dormir un poco sobre la verde yerba.
Emilio de Tomás (Quijote), Fabio López (Sancho). (Foto Víctor Cuello)

DON QUIJOTE.- ¿A qué llamas apear o a qué dormir? ¿Soy yo por ventura de aquellos caballeros que toman reposo en los peligros? Duerme tú, que naciste para dormir, o haz lo que quisieres, que yo haré lo que viere que más viene con mi pretensión.

SANCHO.- Pero, con todo eso, yo me esforzaré a decir una historia que, si la acierto a contar y no me van a la mano, es la mejor de las historias. En  un lugar de Estremadura había un pastor cabrerizo, quiero decir que guardaba cabras, el cual pastor o cabrerizo, como digo de mi cuento, se llamaba Lope Ruiz; y este Lope Ruiz andaba enamorado de una pastora que se llamaba Torralba; la cual pastora llamada Torralba era hija de un ganadero rico; y este ganadero rico...»

DON QUIJOTE.- Si desa manera cuentas tu cuento, Sancho, repitiendo dos veces lo que vas diciendo, no acabarás en dos días.

SANCHO.- De la misma manera que yo lo cuento se cuentan en mi tierra todas las consejas.

DON QUIJOTE.- Di como quisieres, que pues la suerte quiere que no pueda dejar de escucharte, prosigue.

SANCHO.- Así que, señor mío de mi ánima que, como ya tengo dicho, este pastor andaba enamorado de Torralba la pastora, que era una moza rolliza, zahareña, y tiraba algo a hombruna, porque tenía unos pocos de bigotes, que parece que ahora la veo».

DON QUIJOTE —Luego ¿conocístela tú?

SANCHO.- No la conocí yo, pero quien me contó este cuento me dijo que era tan cierto y verdadero, que podía bien, cuando lo contase a otro, afirmar y jurar que lo había visto todo. Sucedió que el pastor puso por obra su determinación y, antecogiendo sus cabras, se encaminó por los campos de Estremadura, para pasarse a los reinos de Portugal. Dicen que el pastor llegó con su ganado a pasar el río Guadiana, y en aquella sazón iba crecido y casi fuera de madre, y por la parte que llegó no había barca ni barco, ni quien le pasase a él ni a su ganado de la otra parte, mas tanto anduvo mirando, que vio un pescador que tenía junto a sí un barco, tan pequeño, que solamente podían caber en él una persona y una cabra; y, con todo esto, le habló y concertó con él que le pasase a él y a trecientas cabras que llevaba. Entró el pescador en el barco y pasó una cabra; volvió y pasó otra; tornó a volver y tornó a pasar otra.» Tenga vuestra merced cuenta en las cabras que el pescador va pasando, porque si se pierde una de la memoria, se acabará el cuento, y no será posible contar más palabra dél. «Sigo, pues, y digo que el desembarcadero de la otra parte estaba lleno de cieno y resbaloso, y tardaba el pescador mucho tiempo en ir y volver. Con todo esto, volvió por otra cabra, y otra, y otra...»

DON QUIJOTE.- Haz cuenta que las pasó todas, no andes yendo y viniendo desa manera, que no acabarás de pasarlas en un año.

SANCHO.- ¿Cuántas han pasado hasta agora?

DON QUIJOTE .- ¿Yo qué diablos sé.

SANCHO.- He ahí lo que yo dije: que tuviese buena cuenta. Pues por Dios que se ha acabado el cuento, que no hay pasar adelante.

DON QUIJOTE.- ¿Cómo puede ser eso? ¿Tan de esencia de la historia es saber las cabras que han pasado por estenso, que si se yerra una del número no puedes seguir adelante con la historia?

SANCHO.- No, señor, en ninguna manera porque así como yo pregunté a vuestra merced que me dijese cuántas cabras habían pasado, y me respondió que no sabía, en aquel mesmo instante se me fue a mí de la memoria cuanto me quedaba por decir, y a fe que era de mucha virtud y contento.

DON QUIJOTE.- ¿De modo que ya la historia es acabada?

SANCHO.- Tan acabada es como mi madre.

DON QUIJOTE.- Acabe norabuena donde quisiere, y veamos si se puede mover Rocinante. 

El vencejo desde el aire y la curruca capirotada desde la alameda pusieron la música, 
Acompañados por el rumor del río en el molino.

CERVANTES.- Tornóle a poner las piernas, y él tornó a dar saltos y a estarse quedo: tanto estaba de bien atado.
En esto, parece ser o que el frío de la mañana que ya venía, o que Sancho hubiese cenado algunas cosas lenitivas, o que fuese cosa natural —que es lo que más se debe creer—, a él le vino en voluntad y deseo de hacer lo que otro no pudiera hacer por él. y comenzó a apretar los dientes y a encoger los hombros, recogiendo en sí el aliento todo cuanto podía; pero, con todas estas diligencias, fue tan desdichado que al cabo al cabo vino a hacer un poco de ruido, bien diferente de aquel que a él le ponía tanto miedo. Oyólo don Quijote y dijo:

DON QUIJOTE.- ¿Qué rumor es ese, Sancho?

SANCHO.-No sé, señor. Alguna cosa nueva debe de ser, que las aventuras y desventuras nunca comienzan por poco.

DON QUIJOTE —Paréceme, Sancho, que tienes mucho miedo.

SANCHO.- Sí tengo , mas ¿en qué lo echa de ver vuestra merced ahora más que nunca?

DON QUIJOTE —En que ahora más que nunca hueles, y no a ámbar.

SANCHO.- Bien podrá ser mas yo no tengo la culpa, sino vuestra merced, que me trae a deshoras y por estos no acostumbrados pasos.

DON QUIJOTE.- Retírate tres o cuatro allá, amigo y desde aquí adelante ten más cuenta con tu persona y con lo que debes a la mía.

SANCHO.- Apostaré que piensa vuestra merced que yo he hecho de mi persona alguna cosa que no deba.

DON QUIJOTE.-Peor es meneallo, amigo Sancho.

CERVANTES.- En estos coloquios y otros semejantes pasaron la noche amo y mozo; mas viendo Sancho que a más andar se venía la mañana, con mucho tiento desligó a Rocinante y se ató los calzones. Viendo, pues, don Quijote que ya Rocinante se movía, lo tuvo a buena señal y creyó que lo era de que acometiese aquella temerosa aventura. 
         Acabó en esto de descubrirse el alba, y, tornando a despedirse de Sancho, le mandó que allí le aguardase tres días, a lo más largo, como ya otra vez se lo había dicho, y que si al cabo dellos no hubiese vuelto, tuviese por cierto que Dios había sido servido de que en aquella peligrosa aventura se le acabasen sus días. 
De nuevo tornó a llorar Sancho oyendo de nuevo las lastimeras razones de su buen señor, y determinó de no dejarle hasta el último tránsito y fin de aquel negocio. Comenzó el amo a caminar hacia la parte por donde le pareció que el ruido del agua y del golpear venía. Seguíale Sancho a pie, llevando, como tenía de costumbre, del cabestro a su jumento, perpetuo compañero de sus prósperas y adversas fortunas; y habiendo andado una buena pieza por entre aquellos castaños y árboles sombríos, dieron en un pradecillo que al pie de unas altas peñas se hacía, de las cuales se precipitaba un grandísimo golpe de agua. 
Alborotóse Rocinante con el estruendo del agua y de los golpes, y, sosegándole don Quijote, se fue llegando poco a poco a las casas, encomendándose de todo corazón a su señora, suplicándole que en aquella temerosa jornada y empresa le favoreciese, y de camino se encomendaba también a Dios, que no le olvidase. 
Cuando don Quijote vio lo que era, enmudeció y pasmóse de arriba abajo. 
Miróle Sancho y vio que tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, con muestras de estar corrido. Miró también don Quijote a Sancho y viole que tenía los carrillos hinchados y la boca llena de risa.

DON QUIJOTE.- «Has de saber, ¡oh Sancho amigo!, que yo nací por querer del cielo en esta nuestra edad de hierro para resucitar en ella la dorada, o de oro. Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las hazañas grandes, los valerosos fechos...»

SANCHO.- Sosiéguese vuestra merced, que por Dios que me burlo.

Molino de Valencia (Foto Víctor Cuello)

DON QUIJOTE.- Pues porque os burláis, no me burlo yo. Venid acá, señor alegre: ¿paréceos a vos que si como estos fueron mazos de batán fueran otra peligrosa aventura, no había yo mostrado el ánimo que convenía para emprendella y acaballa?

SANCHO.- No haya más, señor mío, que yo confieso que he andado algo risueño en demasía. Pero dígame vuestra merced, ahora que estamos en paz, así Dios le saque de todas las aventuras que le sucedieren tan sano y salvo como le ha sacado desta: ¿no ha sido cosa de reír, y lo es de contar, el gran miedo que hemos tenido? A lo menos, el que yo tuve, que de vuestra merced ya yo sé que no le conoce, ni sabe qué es temor ni espanto. 

DON QUIJOTE.- No niego yo que lo que nos ha sucedido no sea cosa digna de risa, pero no es digna de contarse, que no son todas las personas tan discretas, que sepan poner en su punto las cosas.

SANCHO.- A lo menos supo vuestra merced poner en su punto el lanzón, apuntándome a la cabeza, y dándome en las espaldas, gracias a Dios y a la diligencia que puse en ladearme. Pero vaya, que todo saldrá en la colada; que yo he oído decir: «Ese te quiere bien que te hace llorar»

DON QUIJOTE.- Tal podría correr el dado, que todo lo que dices viniese a ser verdad; y perdona lo pasado, pues eres discreto y sabes que los primeros movimientos no son en mano del hombre, y está advertido de aquí adelante en una cosa, para que te abstengas y reportes en el hablar demasiado conmigo. Las mercedes y beneficios que yo os he prometido llegarán a su tiempo; y si no llegaren, el salario a lo menos no se ha de perder, como ya os he dicho.

SANCHO.-Está bien cuanto vuestra merced dice pero querría yo saber, por si acaso no llegase el tiempo de las mercedes y fuese necesario acudir al de los salarios.

DON QUIJOTE.- No creo yo que jamás los tales escuderos estuvieron a salario, sino a merced y quiero que sepas, Sancho, que en él no hay estado más peligroso que el de los aventureros.

SANCHO.- Así es verdad pues solo el ruido de los mazos de un batán pudo alborotar y desasosegar el corazón de un tan valeroso andante aventurero como es vuestra merced. Mas bien puede estar seguro que de aquí adelante no despliegue mis labios para hacer donaire de las cosas de vuestra merced, si no fuere para honrarle, como a mi amo y señor natural.

DON QUIJOTE.- Desa manera vivirás sobre la haz de la tierra, porque, después de a los padres, a los amos se ha de respetar como si lo fuesen.
Lola Rata y María José Llorente (Foto Víctor Cuello)

CERVANTES.- Así, amigos arevalenses, vecinos de aquel rico arriero que se alojó en la venta que Don Quijote creyó ser castillo, se sucedieron las aventuras de nuestro caballero.
He de decir que fueron muchos los caminos que Sancho y su señor recorrieron, muchos los lugares que visitaron y mucho lo que aprendieron. Más su gran conocimiento les fue dado por la madre naturaleza, pues nadie es más sabia y cierta que ella. Así podéis leer en esta mi obra las palabras de Cardenio:

CARDENIO.-  Mi más común habitación es el hueco de un alcornoque, capaz de cubrir este miserable cuerpo.

CERVANTES.- Y cuánto hemos de aprender los humanos de las bestias: “que de las bestias han recibido muchos advertimientos  los hombres y aprendido muchas cosas de importancia, como son: de las cigüeñas, el cristal; de los perros el vómito y el agradecimiento; de las grullas, la vigilancia; de las hormigas, la providencia; de los elefantes, la honestidad; y la lealtad del caballo. 
Y os honrará, como hombres y mujeres del pueblo, el buen trato que los animales merecen. Así lo dice Eugenio el cabrero:
La velada literaria en su tercera parte bajo el puente de Medina (Foto Víctor Cuello)

EUGENIO.- Rústico soy, pero no tanto, que no entienda cómo se ha de tratar con los hombres y con las bestias”.

Y aún de las plantas, como digo en boca de Don Quijote:

DON QUIJOTE.-“Ha de ser médico, y principalmente herbolario, para conocer en mitad de los despoblados y desiertos las yerbas que tienen la virtud de sanar las heridas”.

CERVANTES.- Del trato con los hombres y con la naturaleza toda, había aprendido Sancho cuanto sabía, pues no siendo hombre de letras dio buenas muestras de su erudición cuando, ya nombrado gobernador de la ínsula Barataria, resolvió con gran acierto numerosas pendencias. 
Un día se presentaron ante él dos hombres ancianos, uno de los cuáles traía una cañaheja por báculo.

HOMBRE 1.-  (Sin báculo) Señor, a este buen hombre le presté días ha diez escudos de oro en oro, por hacerle placer y buena obra, con condición que me los volviese cuando se los pidiese. Pasáronse muchos días sin pedírselos, por no ponerle en mayor necesidad de volvérmelos que la que él tenía cuando yo se los presté; pero por parecerme que se descuidaba en la paga se los he pedido una y muchas veces, y no solamente no me los vuelve, pero me los niega y dice que nunca tales diez escudos le presté, y que si se los presté, que ya me los ha vuelto. Yo no tengo testigos ni del prestado ni de la vuelta, porque no me los ha vuelto. Querría que vuestra merced le tomase juramento, y si jurare que me los ha vuelto, yo se los perdono para aquí y para delante de Dios.
Fabio López, Reina Serra y Merche Jimeno (foto: Víctor Cuello)

SANCHO.- ¿Qué decís vos a esto, buen viejo del báculo?

HOMBRE 2.- (Con báculo) Yo, señor, confieso que me los prestó, y baje vuestra merced esa vara; y pues él lo deja en mi juramento, yo juraré como se los he vuelto y pagado real y verdaderamente.

CERVANTES.- Bajó el gobernador la vara, y, en tanto, el viejo del báculo dio el báculo al otro viejo, que se le tuviese en tanto que juraba, como si le embarazara mucho, y luego puso la mano en la cruz de la vara, diciendo:

HOMBRE 2.- Es verdad que se me han prestado esos diez escudos pero yo mismo se los he vuelto de mi mano a la suya.

SANCHO.- (Al Hombre 1) ¿Qué respondéis vos a este juramento?

HOMBRE 1.-   Sin duda dice verdad, pues le tengo por hombre de bien y buen cristiano. Tal vez yo he olvidado el cómo y el cuándo me los ha devuelto.

CERVANTES.- Tornó a tomar su báculo el deudor y, bajando la cabeza, se salió del juzgado. Visto lo cual por Sancho, y que sin más ni más se iba, y viendo también la paciencia del demandante, inclinó la cabeza sobre el pecho y, poniéndose el índice de la mano derecha sobre las cejas y las narices, estuvo como pensativo un pequeño espacio, y luego alzó la cabeza…

SANCHO.- Llamad al viejo del báculo.

CERVANTES.-  Trujéronsele, y en viéndole Sancho le dijo:

SANCHO.- Dadme, buen hombre, ese báculo, que le he menester.

HOMBRE 2.- De muy buena gana: hele aquí, señor.

SANCHO.-  Andad con Dios, que ya vais pagado.

HOMBRE 1.- ¿Yo, señor? . Pues ¿vale esta cañaheja diez escudos de oro?

SANCHO.-  Sí, o, si no, yo soy el mayor porro del mundo, y ahora se verá si tengo yo caletre para gobernar todo un reino.

CERVANTES.- Y mandó que allí, delante de todos, se rompiese y abriese la caña. Hízose así, y en el corazón della hallaron diez escudos en oro; quedaron todos admirados y tuvieron a su gobernador por un nuevo Salomón.

         Así, Sancho el sabio y Don Quijote, ya cuerdo, comenzaron esta andadura de siglos en busca de vuestro tiempo para llenarlo de fantasías. 

         Tan solo, amigos de la tierra y de las aves, de las aguas y el viento que mece las espigas que guardan vuestro pan, de las bestias y los horizontes ambarinos; tan solo, digo, os pido que rindáis conmigo un último homenaje a las cabalgaduras que llevaron a sus lomos a dos honrados caballeros: el Cid Campeador y Don Quijote de La Mancha. VALE.
Leyendo Javier Sánchez


DIÁLOGO ENTRE BABIECA Y ROCINANTE
B. ¿Cómo estáis, Rocinante, tan delgado?
R. Porque nunca se come, y se trabaja.
B. Pues, ¿qué es de la cebada y de la paja?
R. No me deja mi amo ni un bocado.
B. Andá, señor, que estáis muy mal criado,
pues vuestra lengua de asno al amo ultraja.
R. Asno se es de la cuna a la mortaja.
¿Queréislo ver? Miraldo enamorado.
B. ¿Es necedad amar?
R. No es gran prudencia.
B. Metafísico estáis.
R. Es que no como.
B. Quejaos del escudero.
R. No es bastante.
¿Cómo me he de quejar en mi dolencia,
si el amo y escudero o mayordomo
son tan rocines como Rocinante? 

Participaron en la lectura:
- Segundo Bragado
- Lucía Gayo
- Merche Jimeno
- María José Llorente
- Fabio López
- Luis Martín
- Lola Rata
- Javier Sánchez
- Reina Serra
- Emilio de Tomás
FotosVíctor Cuello y Pedro del Río.
Selección de textosJuan Carlos López, Javier Sánchez y Luis Martín.
Coordinación: Javier Sánchez

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