Arévalo, 24 de abril
de 2016
IV Centenario de la
Muerte de Miguel de Cervantes.
La inmortal obra de Miguel de Cervantes, fuente inagotable
de conocimiento y deleite, recorre la llanura morañega en la conmemoración del
IV Centenario de la muerte del más excelso autor en lengua castellana.
De la mano de “Galérida Ornitólogos”, la Asociación de
senderismo “Los pinares de Arévalo” y “La Alhóndiga”, Asociación de Cultura y
Patrimonio-, “El Quijote” se
reencuentra con las gentes, entornos y costumbres, que hace cuatro siglos
glosaron algunas de las hazañas del caballero andante.
Arévalo, desde el armonioso enclave de sus siete torres, su
legado histórico y el magnífico patrimonio mudéjar, nos invita a disfrutar de
una de las múltiples lecturas que presenta la obra cervantina.
La armoniosa quietud que se respira entre el Adaja y el
Arevalillo, quiere acercarnos desde estos magníficos pasadizos a los
entrañables misterios de una novela que, como el mismo agua, discurre amena por
las arterias de la historia.
Que la palabra abierta, libre y generosa, sea el mejor
homenaje al escritor y su obra, a sus personajes y a cuantos lectores se hacen
cómplices cada vez que se acercan a beber en tan fresca como fértil fuente de sabiduría.
SANCHO.- Vos, mi señor, me
habéis traído a este lugar que llaman Arévalo sin yo conocer de la misa la
media de cuanto ha de acontecer en esta tarde de abril, la misma en que el
propio que nos dio la vida entregó la suya al Sumo Hacedor.
DON QUIJOTE.- Ha ya
cuatrocientos años que salí de mi casa, otros tantos de aquella nuestra
aventura de los molinos y la otra de los cueros de vino tinto, de la figuración
en mi señora Dulcinea y de aquella de la ínsula que de tu mano tan buen
gobierno dispuso. Aquí, amigo Sancho, debemos honra y grandeza a quien libró la
mano que sostuvo la inmortal pluma que diese nuestros nombres a la eternidad.
SANCHO.- Juan Gil, el
fraile trinitario.
DON QUIJOTE.- El mismo que
recorrió esta ribera, que se meció al mismo viento que hoy nos acaricia, el que
oyó el mismo canto del mirlo y el sonajero plateado de los chopos; el mismo que
bebió esta misma agua donde miran su figura búhos y milanos, azores y cárabos. Recuerda,
amigo Sancho, cuando ya en la postrimería de nuestras gestas me invitaste…
SANCHO.- Y bien que lo
recuerdo. Así decía: no se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi
consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en
esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras
manos le acaben que las de la melancolía. Mire, no sea perezoso, sino levántese
desa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado.
VOZ.-
Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera don Quijote
cuando de su aldea vino:
doncellas curaban dél;
princesas, del su rocino.
DON QUIJOTE.- Válame Dios, Sancho;
esas voces son las mismas que oyeron los siglos. Ahí viene, pluma en ristre,
quien nos dio la vida para que la vida de tantos de más paz y gloria gozase. Escucha,
amigo.
CERVANTES.- En un lugar de
la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un
hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo
corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos
y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los
domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían
sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo
mesmo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino.
Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una
sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así
ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo
con los cincuenta años; era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de
rostro, gran madrugador y amigo de la caza.
DON QUIJOTE.- Y aún recuerdo
cuando nos llevaron a aquella montería “con tanto aparato de monteros y
cazadores como pudiera llevar un rey coronado”. Me dieron un vestido de monte
que no quise ponerme pues “otro día había de volver al duro ejercicio de las
armas y no podía llevar conmigo ropas ni reposterías.
SANCHO.- El mío era verde,
de finísimo paño. Lo tomé, pero “con intención de venderle en la primera
ocasión que pudiese”.
CERVANTES.- Llegado, pues, el esperado día, armóse don
Quijote, vistióse Sancho, y encima de su rucio, que no le quiso dejar
aunque le daban un caballo, se metió entre la tropa de los monteros. La
duquesa salió bizarramente aderezada, y don Quijote, de puro cortés y comedido,
tomó la rienda de su palafrén, aunque el duque no quería consentirlo, y,
finalmente, llegaron a un bosque que entre dos altísimas montañas estaba, donde
tomados los puestos, paranzas y veredas, y repartida la gente por diferentes
puestos, se comenzó la caza con grande estruendo, grita y vocería, de manera
que unos a otros no podían oírse, así por el ladrido de los perros como por el
son de las bocinas.
Luis Martín (Foto: Víctor Cuello)
Finalmente, el colmilludo jabalí quedó atravesado de las cuchillas
de muchos venablos que se le pusieron delante; y volviendo la cabeza don
Quijote a los gritos de Sancho, que ya por ellos le había conocido, viole
pendiente de la encina y la cabeza abajo, y al rucio junto a él, que no le
desamparó en su calamidad, y dice Cide Hamete que pocas veces vio a Sancho
Panza sin ver al rucio, ni al rucio sin ver a Sancho: tal era la amistad y
buena fe que entre los dos se guardaban.
Llegó don Quijote y descolgó a Sancho, el cual viéndose
libre y en el suelo miró lo desgarrado del sayo de monte, y pesóle en el alma,
que pensó que tenía en el vestido un mayorazgo. En esto atravesaron al jabalí
poderoso sobre una acémila, y, cubriéndole con matas de romero y con ramas de
mirto, le llevaron, como en señal de vitoriosos despojos, a unas grandes
tiendas de campaña que en la mitad del bosque estaban puestas, donde hallaron
las mesas en orden y la comida aderezada, tan sumptuosa y grande, que se echaba
bien de ver en ella la grandeza y magnificencia de quien la daba. Sancho, mostrando
las llagas a la duquesa de su roto vestido, dijo:
SANCHO.- Si esta caza fuera
de liebres o de pajarillos, seguro estuviera mi sayo de verse en este estremo.
Yo no sé qué gusto se recibe de esperar a un animal que, si os alcanza con un
colmillo, os puede quitar la vida. Yo me acuerdo haber oído cantar un romance
antiguo que dice:
De los osos seas comido como
Favila el nombrado.
DON QUIJOTE.- Ese fue un rey
godo que yendo a caza de montería le comió un oso.
SANCHO.- Eso es lo que yo
digo , que no querría yo que los príncipes y los reyes se pusiesen en
semejantes peligros, a trueco de un gusto que parece que no le
había de ser, pues consiste en matar a un animal que no ha cometido delito
alguno.
DUQUE.-Antes os engañáis,
Sancho, porque el ejercicio de la caza de monte es el más conveniente y
necesario para los reyes y príncipes que otro alguno. La caza es una imagen de
la guerra: hay en ella estratagemas, astucias, insidias, para vencer a su salvo
al enemigo; padécense en ella fríos grandísimos y calores intolerables;
menoscábase el ocio y el sueño, corrobóranse las fuerzas, agilítanse los
miembros del que la usa, y, en resolución, es ejercicio que se puede hacer sin
perjuicio de nadie y con gusto de muchos; y lo mejor que él tiene es que no es
para todos, como lo es el de los otros géneros de caza, excepto el de la
volatería, que también es solo para reyes y grandes señores. Así que, ¡oh
Sancho!, mudad de opinión, y cuando seáis gobernador, ocupaos en la caza y
veréis como os vale un pan por ciento.
SANCHO.- Eso no: el buen
gobernador, la pierna quebrada, y en casa. ¡Bueno sería que viniesen los
negociantes a buscarle fatigados, y él estuviese en el monte holgándose! ¡Así
enhoramala andaría el gobierno! Mía fe, señor, la caza y los pasatiempos más
han de ser para los holgazanes que para los gobernadores. En lo que yo pienso
entretenerme es en jugar al triunfo envidado las pascuas, y a los bolos los
domingos y fiestas, que esas cazas ni cazos no dicen con mi condición ni hacen
con mi conciencia.
CERVANTES.- Quieren decir
que tenía el sobrenombre de Quijada, o Quesada, que en esto hay alguna
diferencia en los autores que deste caso escriben; aunque, por conjeturas
verosímiles, se deja entender que se llamaba Quejana.
Pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la
narración dél no se salga un punto de la verdad.
Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos
que estaba ocioso, que eran los más del año, se daba a leer libros de
caballerías, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el
ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda. Y llegó a tanto
su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de
sembradura para comprar libros de caballerías en que leer, y así, llevó a su
casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos, ningunos le parecían tan bien
como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su
prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas, y más cuando
llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en muchas partes
hallaba escrito:
DON QUIJOTE.- La razón de la
sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con
razón me quejo de la vuestra fermosura.
CERVANTES.- Y también cuando
leía:
DON QUIJOTE.- ...los altos
cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y
os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza.
CERVANTES.- Con estas
razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y
desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo
Aristóteles, si resucitara para sólo ello.
Fue otra ocasión aquella de
los batanes, y que por hallarnos junto a este molino que llaman de Valencia y
algunos “Molino quemado”, bien puede servir a lo que venimos narrando.
SANCHO.-No es posible, señor
mío, sino que estas yerbas dan testimonio de que por aquí cerca debe de estar
alguna fuente o arroyo que estas yerbas humedece, y, así, será bien que
vamos un poco más adelante, que ya toparemos donde podamos mitigar esta
terrible sed que nos fatiga, que sin duda causa mayor pena que la hambre.
CERVANTES.- Comenzaron a
caminar por el prado arriba a tiento, porque la escuridad de la noche no les
dejaba ver cosa alguna; mas no hubieron andado docientos pasos, cuando llegó a
sus oídos un grande ruido de agua, como que de algunos grandes y levantados
riscos se despeñaba. Alegróles el ruido en gran manera, y, parándose a escuchar
hacia qué parte sonaba, oyeron a deshora otro estruendo que les aguó el
contento del agua, especialmente a Sancho, que naturalmente era medroso y de
poco ánimo. Digo que oyeron que daban unos golpes a compás, con un cierto
crujir de hierros y cadenas, que, acompañados del furioso estruendo del agua,
que pusieran pavor a cualquier otro corazón que no fuera el de don
Quijote.
Era la noche, como se ha
dicho, escura, y ellos acertaron a entrar entre unos árboles altos, cuyas
hojas, movidas del blando viento, hacían un temeroso y manso ruido, de manera
que la soledad, el sitio, la escuridad, el ruido del agua con el susurro de las
hojas, todo causaba horror y espanto, y más cuando vieron que ni los golpes
cesaban ni el viento dormía ni la mañana llegaba, añadiéndose a todo esto el
ignorar el lugar donde se hallaban. Pero don Quijote, acompañado de su
intrépido corazón, saltó sobre Rocinante y, embrazando su rodela, terció su
lanzón y dijo:
DON QUIJOTE.- Sancho amigo,
has de saber que yo nací por querer del cielo en esta nuestra edad de hierro
para resucitar en ella la de oro, o la dorada, como suele llamarse. Yo soy
aquel para quien están guardados los peligros, las grandes hazañas, los
valerosos hechos. Bien notas, escudero fiel y legal, las tinieblas desta noche,
su estraño silencio, el sordo y confuso estruendo destos árboles, el temeroso
ruido de aquella agua en cuya busca venimos, que parece que se despeña y
derrumba desde los altos montes de la Luna, y aquel incesable golpear
que nos hiere y lastima los oídos.
CERVANTES.- Cuando
Sancho oyó las palabras de su amo, comenzó a llorar con la mayor ternura del
mundo y a decille:
SANCHO.- Señor, yo no sé por
qué quiere vuestra merced acometer esta tan temerosa aventura. Ahora es de
noche, aquí no nos vee nadie: bien podemos torcer el camino y desviarnos del peligro,
aunque no bebamos en tres días; y pues no hay quien nos vea, menos habrá quien
nos note de cobardes, cuanto más que yo he oído predicar al cura de
nuestro lugar, que vuestra merced bien conoce, que quien busca el peligro
perece en él. Y ya que del todo no quiera vuestra merced desistir de acometer
este fecho, dilátelo a lo menos hasta la mañana, que, a lo que a mí me muestra
la ciencia que aprendí cuando era pastor, no debe de haber desde aquí al
alba tres horas.
DON QUIJOTE.- Falte lo que
faltare que no se ha de decir por mí ahora ni en ningún tiempo que lágrimas y
ruegos me apartaron de hacer lo que debía a estilo de caballero.
CERVANTES.-Viendo, pues,
Sancho la última resolución de su amo y cuán poco valían con él sus lágrimas,
ató con el cabestro de su asno ambos pies a Rocinante, de manera que cuando don
Quijote se quiso partir no pudo, porque el caballo no se podía mover sino a
saltos.
SANCHO.- Ea, señor, que el
cielo, conmovido de mis lágrimas y plegarias, ha ordenado que no se pueda mover
Rocinante; y si vos queréis porfiar y espolear y dalle, será enojar a la
fortuna y dar coces, como dicen, contra el aguijón.
DON QUIJOTE.- Pues así es,
Sancho, que Rocinante no puede moverse, yo soy contento de esperar a que ría el
alba, aunque yo llore lo que ella tardare en venir.
SANCHO.- No hay que llorar;
que yo entretendré a vuestra merced contando cuentos desde aquí al día, si ya
no es que se quiere apear y echarse a dormir un poco sobre la verde yerba.
DON QUIJOTE.- ¿A qué llamas
apear o a qué dormir? ¿Soy yo por ventura de aquellos caballeros que toman
reposo en los peligros? Duerme tú, que naciste para dormir, o haz lo que
quisieres, que yo haré lo que viere que más viene con mi pretensión.
SANCHO.- Pero, con todo eso,
yo me esforzaré a decir una historia que, si la acierto a contar y no me van a
la mano, es la mejor de las historias. En
un lugar de Estremadura había un pastor cabrerizo, quiero decir que
guardaba cabras, el cual pastor o cabrerizo, como digo de mi cuento, se llamaba
Lope Ruiz; y este Lope Ruiz andaba enamorado de una pastora que se llamaba
Torralba; la cual pastora llamada Torralba era hija de un ganadero rico; y este
ganadero rico...»
DON QUIJOTE.- Si desa manera
cuentas tu cuento, Sancho, repitiendo dos veces lo que vas diciendo, no
acabarás en dos días.
SANCHO.- De la misma manera
que yo lo cuento se cuentan en mi tierra todas las consejas.
DON QUIJOTE.- Di como
quisieres, que pues la suerte quiere que no pueda dejar de escucharte,
prosigue.
SANCHO.- Así que, señor mío
de mi ánima que, como ya tengo dicho, este pastor andaba enamorado de Torralba
la pastora, que era una moza rolliza, zahareña, y tiraba algo a hombruna,
porque tenía unos pocos de bigotes, que parece que ahora la veo».
DON QUIJOTE —Luego ¿conocístela
tú?
SANCHO.- No la conocí
yo, pero quien me contó este cuento me dijo que era tan cierto y verdadero, que
podía bien, cuando lo contase a otro, afirmar y jurar que lo había visto todo. Sucedió
que el pastor puso por obra su determinación y, antecogiendo sus cabras, se
encaminó por los campos de Estremadura, para pasarse a los reinos de Portugal. Dicen
que el pastor llegó con su ganado a pasar el río Guadiana, y en aquella sazón
iba crecido y casi fuera de madre, y por la parte que llegó no había barca ni
barco, ni quien le pasase a él ni a su ganado de la otra parte, mas tanto
anduvo mirando, que vio un pescador que tenía junto a sí un barco, tan pequeño,
que solamente podían caber en él una persona y una cabra; y, con todo esto, le
habló y concertó con él que le pasase a él y a trecientas cabras que llevaba.
Entró el pescador en el barco y pasó una cabra; volvió y pasó otra; tornó a
volver y tornó a pasar otra.» Tenga vuestra merced cuenta en las cabras que el
pescador va pasando, porque si se pierde una de la memoria, se acabará el
cuento, y no será posible contar más palabra dél. «Sigo, pues, y digo que el
desembarcadero de la otra parte estaba lleno de cieno y resbaloso, y tardaba el
pescador mucho tiempo en ir y volver. Con todo esto, volvió por otra cabra, y
otra, y otra...»
DON QUIJOTE.- Haz cuenta que
las pasó todas, no andes yendo y viniendo desa manera, que no acabarás de
pasarlas en un año.
SANCHO.- ¿Cuántas han pasado
hasta agora?
DON QUIJOTE .- ¿Yo qué
diablos sé.
SANCHO.- He ahí lo que yo
dije: que tuviese buena cuenta. Pues por Dios que se ha acabado el cuento, que
no hay pasar adelante.
DON QUIJOTE.- ¿Cómo puede
ser eso? ¿Tan de esencia de la historia es saber las cabras que han pasado por
estenso, que si se yerra una del número no puedes seguir adelante con la
historia?
SANCHO.- No, señor,
en ninguna manera porque así como yo pregunté a vuestra merced que me dijese
cuántas cabras habían pasado, y me respondió que no sabía, en aquel mesmo
instante se me fue a mí de la memoria cuanto me quedaba por decir, y a fe que
era de mucha virtud y contento.
DON QUIJOTE.- ¿De modo que
ya la historia es acabada?
SANCHO.- Tan acabada es como
mi madre.
DON QUIJOTE.- Acabe
norabuena donde quisiere, y veamos si se puede mover Rocinante.
El vencejo desde el aire y la curruca capirotada desde la alameda pusieron la música,
Acompañados por el rumor del río en el molino.
CERVANTES.- Tornóle a poner
las piernas, y él tornó a dar saltos y a estarse quedo: tanto estaba de bien
atado.
En esto, parece ser o que el
frío de la mañana que ya venía, o que Sancho hubiese cenado algunas cosas
lenitivas, o que fuese cosa natural —que es lo que más se debe creer—, a él le
vino en voluntad y deseo de hacer lo que otro no pudiera hacer por él. y
comenzó a apretar los dientes y a encoger los hombros, recogiendo en sí el
aliento todo cuanto podía; pero, con todas estas diligencias, fue tan
desdichado que al cabo al cabo vino a hacer un poco de ruido, bien diferente de
aquel que a él le ponía tanto miedo. Oyólo don Quijote y dijo:
DON QUIJOTE.- ¿Qué rumor es
ese, Sancho?
SANCHO.-No sé, señor. Alguna
cosa nueva debe de ser, que las aventuras y desventuras nunca comienzan por
poco.
DON QUIJOTE —Paréceme,
Sancho, que tienes mucho miedo.
SANCHO.- Sí tengo , mas ¿en
qué lo echa de ver vuestra merced ahora más que nunca?
DON QUIJOTE —En que ahora
más que nunca hueles, y no a ámbar.
SANCHO.- Bien podrá ser mas
yo no tengo la culpa, sino vuestra merced, que me trae a deshoras y por estos
no acostumbrados pasos.
DON QUIJOTE.- Retírate tres
o cuatro allá, amigo y desde aquí adelante ten más cuenta con tu persona y con
lo que debes a la mía.
SANCHO.- Apostaré que piensa
vuestra merced que yo he hecho de mi persona alguna cosa que no deba.
DON QUIJOTE.-Peor es
meneallo, amigo Sancho.
CERVANTES.- En estos
coloquios y otros semejantes pasaron la noche amo y mozo; mas viendo Sancho que
a más andar se venía la mañana, con mucho tiento desligó a Rocinante y se ató
los calzones. Viendo, pues, don Quijote que ya Rocinante se movía, lo tuvo a
buena señal y creyó que lo era de que acometiese aquella temerosa aventura.
Acabó en esto de descubrirse el alba, y, tornando a despedirse
de Sancho, le mandó que allí le aguardase tres días, a lo más largo, como ya
otra vez se lo había dicho, y que si al cabo dellos no hubiese vuelto, tuviese
por cierto que Dios había sido servido de que en
aquella peligrosa aventura se le acabasen sus días.
De nuevo tornó a
llorar Sancho oyendo de nuevo las lastimeras razones de su buen señor, y
determinó de no dejarle hasta el último tránsito y fin de aquel negocio. Comenzó
el amo a caminar hacia la parte por donde le pareció que el ruido del agua y
del golpear venía. Seguíale Sancho a pie, llevando, como tenía de costumbre,
del cabestro a su jumento, perpetuo compañero de sus prósperas y adversas
fortunas; y habiendo andado una buena pieza por entre aquellos castaños y
árboles sombríos, dieron en un pradecillo que al pie de unas altas peñas se
hacía, de las cuales se precipitaba un grandísimo golpe de agua.
Alborotóse Rocinante con el
estruendo del agua y de los golpes, y, sosegándole don Quijote, se fue llegando
poco a poco a las casas, encomendándose de todo corazón a su señora,
suplicándole que en aquella temerosa jornada y empresa le favoreciese, y de
camino se encomendaba también a Dios, que no le olvidase.
Cuando don Quijote vio lo que era, enmudeció y pasmóse de
arriba abajo.
Miróle
Sancho y vio que tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, con muestras de
estar corrido. Miró también don Quijote a Sancho y viole que tenía los
carrillos hinchados y la boca llena de risa.
DON QUIJOTE.- «Has de saber,
¡oh Sancho amigo!, que yo nací por querer del cielo en esta nuestra edad de
hierro para resucitar en ella la dorada, o de oro. Yo soy aquel para quien
están guardados los peligros, las hazañas grandes, los valerosos fechos...»
SANCHO.- Sosiéguese vuestra
merced, que por Dios que me burlo.
Molino de Valencia (Foto Víctor Cuello)
SANCHO.- No haya más, señor
mío, que yo confieso que he andado algo risueño en demasía. Pero dígame vuestra
merced, ahora que estamos en paz, así Dios le saque de todas las aventuras que
le sucedieren tan sano y salvo como le ha sacado desta: ¿no ha sido cosa de
reír, y lo es de contar, el gran miedo que hemos tenido? A lo menos, el que yo
tuve, que de vuestra merced ya yo sé que no le conoce, ni sabe qué es temor ni
espanto.
DON QUIJOTE.- No niego yo
que lo que nos ha sucedido no sea cosa digna de risa, pero no es digna de
contarse, que no son todas las personas tan discretas, que sepan poner en su
punto las cosas.
SANCHO.- A lo menos supo
vuestra merced poner en su punto el lanzón, apuntándome a la cabeza, y dándome
en las espaldas, gracias a Dios y a la diligencia que puse en ladearme. Pero
vaya, que todo saldrá en la colada; que yo he oído decir: «Ese te quiere bien
que te hace llorar»
DON QUIJOTE.- Tal podría correr
el dado, que todo lo que dices viniese a ser verdad; y perdona lo pasado, pues
eres discreto y sabes que los primeros movimientos no son en mano del hombre, y
está advertido de aquí adelante en una cosa, para que te abstengas y reportes
en el hablar demasiado conmigo. Las mercedes y beneficios que yo os he
prometido llegarán a su tiempo; y si no llegaren, el salario a lo menos no se
ha de perder, como ya os he dicho.
SANCHO.-Está bien cuanto
vuestra merced dice pero querría yo saber, por si acaso no llegase el tiempo de
las mercedes y fuese necesario acudir al de los salarios.
DON QUIJOTE.- No creo yo que
jamás los tales escuderos estuvieron a salario, sino a merced y quiero que
sepas, Sancho, que en él no hay estado más peligroso que el de los
aventureros.
SANCHO.- Así es verdad pues
solo el ruido de los mazos de un batán pudo alborotar y desasosegar el corazón
de un tan valeroso andante aventurero como es vuestra merced. Mas bien puede
estar seguro que de aquí adelante no despliegue mis labios para hacer donaire
de las cosas de vuestra merced, si no fuere para honrarle, como a mi amo y
señor natural.
DON QUIJOTE.- Desa manera vivirás
sobre la haz de la tierra, porque, después de a los padres, a los amos se
ha de respetar como si lo fuesen.
CERVANTES.- Así, amigos
arevalenses, vecinos de aquel rico arriero que se alojó en la venta que Don
Quijote creyó ser castillo, se sucedieron las aventuras de nuestro caballero.
He de decir que fueron
muchos los caminos que Sancho y su señor recorrieron, muchos los lugares que
visitaron y mucho lo que aprendieron. Más su gran conocimiento les fue dado por
la madre naturaleza, pues nadie es más sabia y cierta que ella. Así podéis leer
en esta mi obra las palabras de Cardenio:
CARDENIO.- Mi más común habitación es el hueco de un
alcornoque, capaz de cubrir este miserable cuerpo.
CERVANTES.- Y cuánto
hemos de aprender los humanos de las bestias: “que de las bestias han recibido
muchos advertimientos los hombres y
aprendido muchas cosas de importancia, como son: de las cigüeñas, el cristal;
de los perros el vómito y el agradecimiento; de las grullas, la vigilancia; de
las hormigas, la providencia; de los elefantes, la honestidad; y la lealtad del
caballo.
Y os honrará, como hombres y
mujeres del pueblo, el buen trato que los animales merecen. Así lo dice Eugenio
el cabrero:
EUGENIO.- Rústico soy, pero
no tanto, que no entienda cómo se ha de tratar con los hombres y con las
bestias”.
Y aún de las plantas, como
digo en boca de Don Quijote:
DON QUIJOTE.-“Ha de ser
médico, y principalmente herbolario, para conocer en mitad de los despoblados y
desiertos las yerbas que tienen la virtud de sanar las heridas”.
CERVANTES.- Del trato con
los hombres y con la naturaleza toda, había aprendido Sancho cuanto sabía, pues
no siendo hombre de letras dio buenas muestras de su erudición cuando, ya
nombrado gobernador de la ínsula Barataria, resolvió con gran acierto numerosas
pendencias.
Un día se presentaron ante
él dos hombres ancianos, uno de los cuáles traía una cañaheja por báculo.
HOMBRE 1.- (Sin báculo) Señor, a este buen hombre le
presté días ha diez escudos de oro en oro, por hacerle placer y buena
obra, con condición que me los volviese cuando se los pidiese. Pasáronse muchos
días sin pedírselos, por no ponerle en mayor necesidad de volvérmelos que
la que él tenía cuando yo se los presté; pero por parecerme que se descuidaba
en la paga se los he pedido una y muchas veces, y no solamente no me los
vuelve, pero me los niega y dice que nunca tales diez escudos le presté, y que
si se los presté, que ya me los ha vuelto. Yo no tengo testigos ni del prestado
ni de la vuelta, porque no me los ha vuelto. Querría que vuestra merced le
tomase juramento, y si jurare que me los ha vuelto, yo se los perdono para aquí
y para delante de Dios.
SANCHO.- ¿Qué decís vos a
esto, buen viejo del báculo?
HOMBRE 2.- (Con báculo) Yo,
señor, confieso que me los prestó, y baje vuestra merced esa vara; y pues él lo
deja en mi juramento, yo juraré como se los he vuelto y pagado real y verdaderamente.
CERVANTES.- Bajó el
gobernador la vara, y, en tanto, el viejo del báculo dio el báculo al otro
viejo, que se le tuviese en tanto que juraba, como si le embarazara mucho, y
luego puso la mano en la cruz de la vara, diciendo:
HOMBRE 2.- Es verdad que se
me han prestado esos diez escudos pero yo mismo se los he vuelto de mi mano a
la suya.
SANCHO.- (Al Hombre 1) ¿Qué
respondéis vos a este juramento?
HOMBRE 1.- Sin duda dice verdad, pues le tengo por hombre
de bien y buen cristiano. Tal vez yo he olvidado el cómo y el cuándo me los ha
devuelto.
CERVANTES.- Tornó a tomar su
báculo el deudor y, bajando la cabeza, se salió del juzgado. Visto lo cual por
Sancho, y que sin más ni más se iba, y viendo también la paciencia del
demandante, inclinó la cabeza sobre el pecho y, poniéndose el índice de la mano
derecha sobre las cejas y las narices, estuvo como pensativo un pequeño
espacio, y luego alzó la cabeza…
SANCHO.- Llamad al viejo del
báculo.
CERVANTES.- Trujéronsele, y en viéndole Sancho le dijo:
SANCHO.- Dadme, buen hombre,
ese báculo, que le he menester.
HOMBRE 2.- De muy buena
gana: hele aquí, señor.
SANCHO.- Andad con Dios, que ya vais pagado.
HOMBRE 1.- ¿Yo, señor? .
Pues ¿vale esta cañaheja diez escudos de oro?
SANCHO.- Sí, o, si no, yo soy el mayor porro del
mundo, y ahora se verá si tengo yo caletre para gobernar todo un reino.
CERVANTES.- Y mandó que
allí, delante de todos, se rompiese y abriese la caña. Hízose así, y en el
corazón della hallaron diez escudos en oro; quedaron todos admirados y tuvieron
a su gobernador por un nuevo Salomón.
Así, Sancho el sabio y Don Quijote, ya cuerdo, comenzaron
esta andadura de siglos en busca de vuestro tiempo para llenarlo de fantasías.
Tan solo, amigos de la tierra y de las aves, de las aguas y
el viento que mece las espigas que guardan vuestro pan, de las bestias y los
horizontes ambarinos; tan solo, digo, os pido que rindáis conmigo un último
homenaje a las cabalgaduras que llevaron a sus lomos a dos honrados caballeros:
el Cid Campeador y Don Quijote de La Mancha. VALE.
Leyendo Javier Sánchez
DIÁLOGO ENTRE BABIECA Y
ROCINANTE
B. ¿Cómo estáis, Rocinante,
tan delgado?
R. Porque nunca se come, y
se trabaja.
B. Pues, ¿qué es de la
cebada y de la paja?
R. No me deja mi amo ni un
bocado.
B. Andá, señor, que estáis
muy mal criado,
pues vuestra lengua de asno
al amo ultraja.
R. Asno se es de la cuna a
la mortaja.
¿Queréislo ver? Miraldo
enamorado.
B. ¿Es necedad amar?
R. No es gran prudencia.
B. Metafísico estáis.
R. Es que no como.
B. Quejaos del escudero.
R. No es bastante.
¿Cómo me he de quejar en mi
dolencia,
si el amo y escudero
o mayordomo
son tan rocines como
Rocinante?
Participaron en la lectura:
- Segundo Bragado
- Lucía Gayo
- Merche Jimeno
- María José Llorente
- Fabio López
- Luis Martín
- Lola Rata
- Javier Sánchez
- Reina Serra
- Emilio de Tomás
Fotos: Víctor Cuello y Pedro del Río.
Selección de textos: Juan Carlos López, Javier Sánchez y Luis Martín.
Coordinación: Javier Sánchez
Participaron en la lectura:
- Segundo Bragado
- Lucía Gayo
- Merche Jimeno
- María José Llorente
- Fabio López
- Luis Martín
- Lola Rata
- Javier Sánchez
- Reina Serra
- Emilio de Tomás
Fotos: Víctor Cuello y Pedro del Río.
Selección de textos: Juan Carlos López, Javier Sánchez y Luis Martín.
Coordinación: Javier Sánchez
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